miércoles, 5 de febrero de 2014

"LA ESTACIÓN DE LOS SUEÑOS"

JUAN ANTONIO DÍAZ SÁNCHEZ
(Centro de Estudios Históricos de Granada y su Reino)


Para mis amigas Ana y María
pasajeras del tren de los sueños.


Languidecía el día, en una fría tarde de invierno; los almendros, estériles de fruto, tiritaban de frío. En una tarde lúgubre y tenue, Antonio –así se llamaba el muchacho−, salía de trabajar en la fábrica azucarera “Nuestra Señora de las Mercedes” de Caniles. En dicha fábrica se elaboraba azúcar y ron. Como cada tarde-noche, Antonio esperaba el tren en la estación de Caniles para regresar a su casa en la ciudad de Baza.

            Antonio era un zagal joven, emprendedor, trabajador y muy optimista; siempre tenía una sonrisa en su cara y un sueño por cumplir. Eran las diez de la noche y el tren hacía su puntual entrada a la estación de Caniles. Antonio daba las últimas caladas al cigarro que tenía encendido antes de subir al vagón, el trayecto era corto, apenas diez minutos, eran los que separaban las estaciones de Caniles y Baza. Sin embargo, esos diez minutos daban para mucho, en ellos el muchacho pensaba en nuevos proyectos, en una nueva vida que comenzara junto a su amada, Ana. Antonio solía soñar despierto esos diez minutos que duraba el viaje, amaba a Ana con toda su alma –a su pequeñaja−, como él la solía llamar cariñosamente.

            Ana era una zagala muy guapa, alta, delgada, con unos ojos tan verdes que parecían dos esmeraldas y, un pelo tan rubio y lacio, que pareciera estar tejido en un telar de caoba, con pesas de plata y seda de oro. Ella trabajaba en un taller de bordados en la ciudad de la Dama, sus primorosas manos bordaban preciosos mantones de manila para las grandes señoras de la ciudad; refajos, que era la vestimenta típica en la zona septentrional de la provincia de Granada, cojines, colchas, chalecos, mantos para las sagradas imágenes de la Stma. Virgen, pañuelos, sábanas… Una auténtica artesana que, a pesar de su juventud, no le faltaba ni experiencia, ni cualidades –desde que era una niña se había criado entre agujas, hilos, lanas, telas y bastidores− para confeccionar las más bellas obras de bordado que se lucían en toda la comarca. Ana era una chica muy sencilla, noble, bondadosa y muy inteligente. Tenía como una especie de don: “veía venir a las personas a cuatro leguas de distancia”, es decir, podía intuir las intenciones de las mismas al momento de conocerlas. Fue por ello, por lo que cuando Ana conoció a Antonio, en una cafetería de Baza, se enamoró de él perdidamente, de ese zagal soñador y emprendedor.

            Todas las noches, a eso de las diez y cuarto, Ana aguardaba la llegada del tren a la estación de Baza para ver de nuevo a Antonio, su gran amor, su dulce sueño, su felicidad eterna. Mientras que Ana esperaba la llegada del expreso, conversaba con María, la ferroviaria que vendía los billetes en la taquilla. Ana y María se hicieron muy buenas amigas, ésta veía como todas las noches, salvo los domingos, Ana llegaba a la estación de ferrocarril de Baza. Ana estaba esperando a Antonio en los soportales de la estación, fuera verano o invierno, hiciera frío o calor, lloviese, helase o nevase, daba igual, Ana siempre estaba allí.

            María era una chica joven, que había aprobado las oposiciones ferroviarias, de pelo negro azabache y rizado como un anillo, y ojos de caramelo. Las dos chicas eran de la misma edad, más o menos. María, además de tener un corazón grande y bondadoso, poseía un don especial –que yo consideraría como un regalo de Dios−, sabía escuchar, oía más allá de los sonidos que emitía la música o la voz de las personas puesto que escuchaba en el interior del corazón de éstas. Al poco tiempo de empezar a salir Ana con Antonio, María y Ana, se hicieron muy buenas amigas, se veían más veces a lo largo del día, para tomar café después de comer y antes de irse a trabajar. Una de las cosas que más emocionaban a María era cuando el tren hacía su entrada triunfante, Antonio se apeaba del mismo y veía a Ana en la estación. Los ojos de los dos muchachos comenzaban a brillar, se abrazaban fuertemente y ambos se fundían en un largo beso lleno de amor y pasión, después, él la estrechaba delicadamente sobre su pecho y se volvían a abrazar muy cariñosa y delicadamente, con mucha suavidad, Antonio acariciaba el pelo de su amada como si se tratase de una rosa de cristal, de algo muy frágil y delicado, pero a la vez, muy suave y aterciopelado. Estos dos jóvenes que cada noche regalaban amor y repartían cariño en la estación del tren, eran claro ejemplo de la vida y la ilusión. María recordaba una noche que había comenzado a nevar, cuando Antonio bajó del tren, se volvió a repetir la escena anterior, pero esta vez, los copos de nieve le daban un sabor especial, parecía una postal de navidad. María no podía ocultar su felicidad puesto que sus blancos dientes brillaba entre la nieve cuando sonreía.

            Una noche de febrero, como todas las noches, Ana se dirigía a la estación para ir a recoger a Antonio, tras salir del taller de bordado. Al llegar a la estación, eran las diez en punto, todavía faltaban diez minutos para que Antonio llegase. Ana comenzó a charlar con su querida amiga María, como hacía seis de los siete días de la semana. Sin embargo, esa noche fría de febrero fue distinta. Antonio no bajó del tren. Ana no podía dar crédito a lo que estaba pasando. María que se había percatado de la situación invitó a su amiga a pasar al despacho y, que por lo menos, se resguardara del frío. Una vez que el tren prosiguió su camino hacia Granada, María intentó tranquilizar a Ana diciéndole que no debía de preocuparse, que seguramente los encargados de la fábrica habían precisado que Antonio hubiese tenido que cubrir el turno nocturno de otro compañero –en la fábrica azucarera se trabajaba en tres turnos de ocho horas cada uno: mañana, tarde y noche− y que no debía de preocuparse. Pero Ana no estaba tranquila, sabía que algo le había tenido que ocurrir, y algo no bonito precisamente, puesto que en otras ocasiones que Antonio había tenido que doblar el turno la había llamado por teléfono desde la fábrica al taller, y esta vez, por vez primera, no había sido así.
−¡Mujer, no te preocupes más!−, le decía María.
−Algo ha debido de ocurrirle−, musitaba Ana, entre sollozos y lágrimas.
−Seguramente, habrá tenido que doblar turno−, le repitió María.
−¡Me hubiera avisado por teléfono!− Alzó la voz Ana que estaba muy nerviosa.

            María, que ya había terminado su turno de trabajo, salió de su despacho junto a Ana y la acompañó a su casa. Una vez que las dos muchachas llegaron a casa de Ana, sus padres, don Joaquín y doña Ana, intentaron calmarla diciéndole más o menos lo que le había dicho María. Esa noche, María se quedó a cenar y a dormir en casa de su amiga para que ésta no se sintiera sola puesto que la hermana de Ana estaba estudiando Magisterio en Granada. Sus hermanos también residían fuera de Baza y, la verdad sea dicha, la compañía de María fue necesaria esa noche. Tener junto a ella, a su mejor amiga, en una noche tan amarga como aquella, fue un punto de apoyo esencial.

            A primera hora de la mañana, don Joaquín solía dar su paseo matutino, comprar el periódico y una rueda de churros. Mientras, su esposa levantaba a toda la casa, encendía la chimenea y preparaba una gran cafetera de café. Esa mañana de febrero hacía un frío terrible, don Joaquín llegó a casa, pero su cara era distinta a la de todas las demás, aunque cumplió con su ritual matutino: salió a pasear, compró el periódico y los churros, llegó a casa, dio un beso a su esposa, besó la frente de Ana y, en esta ocasión, también la de María que estaban sentadas en la mesa camilla del salón junto a la chimenea. Ana y María notaron la preocupación en el rostro de don Joaquín.
−¡Buenos días princesas!−, dijo don Joaquín.
−¡Buenos días!−, respondieron al unísono las dos chicas.
−Familia, os tengo que dar una mala noticia−, dijo don Joaquín.
−¿Qué ocurre amor mío?−, preguntó doña Ana, la esposa de don Joaquín.

            Don Joaquín desplegó la portada del periódico e inmediatamente, Ana se echó a llorar desconsoladamente sobre el hombro de María. Doña Ana se unió al abrazo de consuelo hacia su hija. El IDEAL de ese día titulaba: “Joven trabajador de la fábrica azucarera de Caniles, resulta gravemente herido en un accidente laboral. Los médicos temen por su vida”. Ana no lo pensó ni un instante, pidió permiso a sus padres para ir al taller de bordado, avisar que ese día no podrían ir a trabajar y telefonear a la fábrica para pedir información. Pidió a María que le acompañase y las dos muchachas se desplazaron hasta la calle Sierra Nevada, donde estaba ubicado el taller. Una vez allí, Ana le explicó la situación a su jefe y éste la comprendió perfectamente. Don Miguel, así se llamaba el jefe de Ana, le dio todo el resto de la semana libre para que localizase a Antonio y estuviese junto a él en esos momentos tan difíciles. Ana pudo hablar con don Tomás, el director de la fábrica azucarera, éste le explicó a la joven zagala todo lo ocurrido, era terrible, Antonio había sido trasladado de urgencia al hospital “Virgen de las Nieves” de Granada durante la noche anterior. Ana, por poco y se desmaya en el despacho de don Miguel. María le pidió por favor que le preparasen una tila porque estaba muy nerviosa. Las dos chicas regresaron a casa de Ana y durante el camino de vuelta, Ana pensó ¿qué podía hacer? Ir a Granada y estar junto a tu amado en estos momentos, le aconsejó María. Cuando llegaron a casa, Ana expuso los planes a sus padres; don Joaquín y doña Ana se quedaban un poco preocupados, pero comprendían que ese proceder era el correcto y era lo que su hija debía de hacer.

            Ana pidió a María que la acompañase a Granada. Afortunadamente, María tenía ese día libre en su trabajo, así que las dos muchachas tomaron el tren del medio día en la estación de Baza que llegaba a las dos a Granada. Una vez que el expreso llegó a la estación de “Andaluces” –así se llamaba la estación de la ciudad de la Alhambra−, Ana y María se apearon del tren, tomaron un taxi y fueron al hospital. Tardaron diez minutos en llegar, cuando las dos muchachas preguntaron en información por Antonio, la enfermera que atendía allí, llamó a la doctora Amat, ésta les informó que Antonio había fallecido a primera hora de la mañana, habían hecho todo lo posible por salvarle la vida, pero no lo lograron. Ana abrazó a María llorando amargamente, luego se le nubló la vista y perdió el conocimiento.


            De pronto, Ana oye la alarma del móvil, se despierta, son las siete de la mañana, tiene un "wasap" de María deseándole suerte para el examen de biología que tiene hoy. Ana estudia segundo de Bachillerato en el Instituto de Baza, tiene dieciocho años, y todo lo que vivió esa noche fue un sueño. En Baza sólo queda una olvidada estación de tren en estado semi-ruinoso, no pasa el tren desde el 31 de diciembre de 1984 y tampoco está en funcionamiento la fábrica azucarera de Caniles desde 1974. Lo que ha sucedido en esta noche de invierno de 2014 es que Ana y María han viajado en el tren de los sueños con dos billetes dispensados en la ventanilla de la estación del olvido y con destino a la felicidad eterna. Pero como dijo Calderón: ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? una ilusión, (…) que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

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